Patricio Valdés Marín
Advertencia: este escrito no es ni para ateos ni para agnósticos.
En el Padrenuestro se pide “hágase tu voluntad…” y muchos concluyen que
alguien conoce cuál es la voluntad de Dios. El hecho es que es imposible saber
cuál es ésta, pues Dios es silencioso. Sólo un loco o un mentiroso pueden erigirse en
su portavoz para indicarnos cuál es la voluntad de Dios. Entonces, ¿cuál es el
sentido de pedir para que se haga la voluntad de Dios? Nos parece más bien que
se trata de una oración que solicita entereza para estar dispuesto a aceptar
cualquier vicisitud sin que por ello su fe flaquee y también, al hacerlo,
reconocerse como una criatura que Dios no abandona.
En este sentido vivimos en un mundo que Dios creó y que está regido por
sus leyes que los científicos ateos se pavonean y se premian cuando descubren
alguna de éstas. Este mundo es violento: el león se come al cordero. También es
contradictorio: nacemos para luego morir, tenemos alegrías, dolores, felicidades
y sufrimientos, nos cobija y nos pone en peligro, nos alimenta y debemos obtener
sus riquezas con duro trabajo. En nuestra existencia particular cada uno vive
según sus propias facultades y capacidades materiales y oportunidades, desde el
refinado cortesano de algún reino hasta el interno de Auschwitz, flagelado y condenado al exterminio. Nuestra acción intencional, no es instintiva, sino que, gobernada
por nuestra razón, es responsable y, por tanto, es moral. En este ámbito de la
plena libertad una persona se encuentra con Dios y su voluntad.
El catecismo cristiano ha enseñado desde la antigüedad que para seguir
la voluntad de Dios se debe ser virtuoso y practicar las virtudes cardinales,
que son la prudencia,
la justicia, la fortaleza y la templanza. Pues bien, las tres últimas virtudes constituían el areté
o excelencia del antiguo pueblo griego, tan guerrero como comerciante.
Posteriormente, Platón, en su República, añadió la prudencia. Consecuentemente,
el catecismo ha estado curiosamente enseñando a sus creyentes virtudes que son
más pertinentes para un triunfante guerrero que velaba sus armas en el
altar antes de ser armado caballero o para un exitoso graduado de ingeniería
comercial. Habría que preguntarse cuánto de la doctrina cristiana tiene su
origen en Platón y los antiguos griegos.
En cambio las virtudes evangélicas son muy distintas. No tratan de cómo
alguien puede desenvolverse mejor en este mundo, sino en cómo éste puede responder
a la voluntad de Dios. No tratan tampoco de cómo alguien puede afirmarse a sí
mismo, sino en cómo éste puede negarse a sí mismo hasta que Dios pase a ser el
foco que atrae su conciencia. La realización no está en este mundo. Los
evangelios, escritos que están bastante lejanos de las encíclicas paulinas,
tratan de los dichos y hechos de Jesús. Jesús enseñó con su ejemplo y habló de
Dios como padre amoroso, su Reino y sobre cómo un seguidor puede acceder a este
reino. Esa enseñanza es eminentemente moral y consiste en seguir el ejemplo de
Jesús y sus virtudes. Algunas de ellas
son la gratitud a Dios, la bondad y la rectitud hacia los demás, el perdón, la humildad,
la sencillez y la modestia, el sacrificio y la caridad, la veracidad y la
alegría, y, la más difícil de todas, el amor al prójimo.
La pregunta que viene es ¿cómo podemos estar seguros que actuar según
estas virtudes responden a la voluntad de Dios? Evidentemente, los cristianos
no deben tener ningún problema, ya que según su fe, Jesús es la segunda persona
de la divina Trinidad y es, por tanto, Dios, tremenda idea que arrancó con san
Pablo, quien no era precisamente evangelista y tenía una teología bastante
particular sobre que el pecado del mundo requería ser redimido por un “ungido”.
Sin embargo, para los no creyentes en la divinidad de Jesús esta respuesta no
es creíble, pues ahora se sabe que Dios no es antropométrico, sino que es tan misterioso
y poderoso como, por ejemplo, ser el creador de un universo que contiene miles
de millones de galaxias, conocimiento que los obispos del concilio de Nicea
(325), que vivían en la era del hierro, no sospechaban. Algunos de nuestros contemporáneos
suponen ahora que la naturaleza de Jesús es sólo humana. No obstante quisieran
saber cómo Jesús pudo hablarnos con tanta seguridad de Dios y su Reino y
decirnos con verdad cuál es su voluntad.
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