miércoles, 12 de agosto de 2015

Patricio Valdés Marín

Advertencia: este escrito no es ni para ateos ni para agnósticos.

En el Padrenuestro se pide “hágase tu voluntad…” y muchos concluyen que alguien conoce cuál es la voluntad de Dios. El hecho es que es imposible saber cuál es ésta, pues Dios es silencioso.  Sólo un loco o un mentiroso pueden erigirse en su portavoz para indicarnos cuál es la voluntad de Dios. Entonces, ¿cuál es el sentido de pedir para que se haga la voluntad de Dios? Nos parece más bien que se trata de una oración que solicita entereza para estar dispuesto a aceptar cualquier vicisitud sin que por ello su fe flaquee y también, al hacerlo, reconocerse como una criatura que Dios no abandona.

En este sentido vivimos en un mundo que Dios creó y que está regido por sus leyes que los científicos ateos se pavonean y se premian cuando descubren alguna de éstas. Este mundo es violento: el león se come al cordero. También es contradictorio: nacemos para luego morir, tenemos alegrías, dolores, felicidades y sufrimientos, nos cobija y nos pone en peligro, nos alimenta y debemos obtener sus riquezas con duro trabajo. En nuestra existencia particular cada uno vive según sus propias facultades y capacidades materiales y oportunidades, desde el refinado cortesano de algún reino hasta el  interno de Auschwitz, flagelado y condenado al exterminio. Nuestra acción intencional, no es instintiva, sino que, gobernada por nuestra razón, es responsable y, por tanto, es moral. En este ámbito de la plena libertad una persona se encuentra con Dios y su voluntad.

El catecismo cristiano ha enseñado desde la antigüedad que para seguir la voluntad de Dios se debe ser virtuoso y practicar las virtudes cardinales, que son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. Pues bien,  las tres últimas virtudes constituían el areté o excelencia del antiguo pueblo griego, tan guerrero como comerciante. Posteriormente, Platón, en su República, añadió la prudencia. Consecuentemente, el catecismo ha estado curiosamente enseñando a sus creyentes virtudes que son más pertinentes para un triunfante guerrero que velaba sus armas en el altar antes de ser armado caballero o para un exitoso graduado de ingeniería comercial. Habría que preguntarse cuánto de la doctrina cristiana tiene su origen en Platón y los antiguos griegos.

En cambio las virtudes evangélicas son muy distintas. No tratan de cómo alguien puede desenvolverse mejor en este mundo, sino en cómo éste puede responder a la voluntad de Dios. No tratan tampoco de cómo alguien puede afirmarse a sí mismo, sino en cómo éste puede negarse a sí mismo hasta que Dios pase a ser el foco que atrae su conciencia. La realización no está en este mundo. Los evangelios, escritos que están bastante lejanos de las encíclicas paulinas, tratan de los dichos y hechos de Jesús. Jesús enseñó con su ejemplo y habló de Dios como padre amoroso, su Reino y sobre cómo un seguidor puede acceder a este reino. Esa enseñanza es eminentemente moral y consiste en seguir el ejemplo de Jesús y sus virtudes.  Algunas de ellas son la gratitud a Dios, la bondad y la rectitud hacia los demás, el perdón, la humildad, la sencillez y la modestia, el sacrificio y la caridad, la veracidad y la alegría, y, la más difícil de todas, el amor al prójimo.

La pregunta que viene es ¿cómo podemos estar seguros que actuar según estas virtudes responden a la voluntad de Dios? Evidentemente, los cristianos no deben tener ningún problema, ya que según su fe, Jesús es la segunda persona de la divina Trinidad y es, por tanto, Dios, tremenda idea que arrancó con san Pablo, quien no era precisamente evangelista y tenía una teología bastante particular sobre que el pecado del mundo requería ser redimido por un “ungido”. Sin embargo, para los no creyentes en la divinidad de Jesús esta respuesta no es creíble, pues ahora se sabe que Dios no es antropométrico, sino que es tan misterioso y poderoso como, por ejemplo, ser el creador de un universo que contiene miles de millones de galaxias, conocimiento que los obispos del concilio de Nicea (325), que vivían en la era del hierro, no sospechaban. Algunos de nuestros contemporáneos suponen ahora que la naturaleza de Jesús es sólo humana. No obstante quisieran saber cómo Jesús pudo hablarnos con tanta seguridad de Dios y su Reino y decirnos con verdad cuál es su voluntad.

Aunque parezca sorprendente, la respuesta habría que buscarla, no en la teología, la filosofía ni en la ciencia, sino que en la parapsicología. Ello se puede comprender cuando colocamos la energía antes que la materia, que es condensación de energía, y cuando identificamos espíritu, realidad inalcanzable para el método científico que sólo se remite a la causalidad material, con energía estructurada por la conciencia. Existen actualmente innumerables testimonios en Internet de experiencias fuera del cuerpo (EFC) y de experiencias cercanas a la muerte (ECM). Jesús pudo haber tenido una combinación de EFC y ECM, llegando a conocer una realidad transcendente, distinta a nuestra realidad material de espacio-tiempo, y haber tenido tanto una intensa experiencia mística como un real conocimiento del reino de Dios y su voluntad.

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